lunes, 20 de septiembre de 2010

Y ahora mis chicos de 2º

Bienvenidos a clase, mis tormentos del pasado. Quiero felicitaros porque los profes nuevos que os dan clase dicen que sois un grupo muy majo, trabajadores y callados ¿?. No os podéis imaginar lo que me alegro, será que habéis madurado un poco. Las malas lenguas creen que dicen eso porque no os conocen todavía (entre esas malas lenguas me incluyo yo, vale, lo confieso), pero yo estoy segura de que nos podéis dar una gran sorpresa y ser un curso majo y trabajador, en vuestras manos está.
Os presento el primer texto literario que vamos a trabajar en este tema. Son unos artículos de opinión que escribe uno de los mejores articulistas de este país y el más deslenguado también, ya lo veréis. Muchos de los textos que vamos a trabajar este curso los voy a incluir en el blog para evitar las fotocopias (ya sabéis aquello del ahorro...). Como la mayoría de vosotros dispone de Internet, os resultará fácil realizar así los ejercicios de comprensión lectora. Y ahora allá va el ácido Pérez Reverte, a veces, demasiadas, con más razón que un santo. ¡Ah! se me olvidaba, admito y necesito comentarios para mantener esto vivo y que se pueda convertir en intercambio de opiniones.
I.-CUÁNTO LO SENTIMOS TODOS
“Como saben los lectores veteranos, esta página hay que escribirla un par de semanas antes de su publicación. Pero arriesgo poco suponiendo que, cuando ese ruido de teclas salga a la luz, el asunto de Jokin, el muchacho que se suicidó en Fuenterrabía desesperado por el acoso de sus compañeros de clase, a nadie importará ya un carajo. No puedo tener la certeza de que sea así, claro. Ojalá no. Pero conociendo el paisaje y el paisanaje, imagino que habrá otros sucesos que ocupen la atención de la gente, y que en su instituto ya nadie andará poniendo velitas, ni notitas con mensajitos, ni soltando lagrimitas, ya saben, Jokin, perdónanos, amigo, colega, no supimos defenderte, fuimos cobardes y cobardas, nos morimos de remordimientos, etc. Lo bueno de los remordimientos es que tienen fecha de caducidad, como los yogures y las mujeres guapas, y pasado cierto tiempo se diluyen, y la vida sigue. Uno enciende la velita, pone cara solemne y afectada para el telediario, se abraza llorando a la compañera de clase, y listo. El muerto al hoyo, y el vivo al bollo. Lo que sí espero es que la familia haya perdonado lo imprescindible, y que aún estén buscándoles las vueltas a los malnacidos que martirizaron a Jokin-que las respectivas madres no se den por aludidas, sólo es una metáfora literaria-y sobre todo a los no tan jóvenes malnacidos-otra metáfora literaria –profesores, educadores o lo que diablos sean, que debían haber evitado aquello, y no lo hicieron.
Pero lo de Fuenterrabía ya no tiene remedio, y en realidad yo quería más bien quedarme con la copla. El caso del chico acosado y sometido a vejaciones por sus compañeros, su silencio para que no lo llamasen chivato, su desesperación al no verse defendido por los compañeros, o por los profesores, es viejo y se repite cada día, en numerosos centros escolares. Recuerdo bien a otro crío de doce o trece años-ahora debe tener cincuenta y tres, más o menos-que era solitario e iba a su rollo, y en circunstancias similares pasó un tiempo ganándose con los puños el respeto de ciertos compañeros de clase. Pero eso no siempre es posible ni aconsejable. No todo el mundo tiene la suerte de poder convertir su soledad en un grito de pelea. No todos los jovencitos son duros, ni el colegio es el patio del talego. Para montárselo de autónomo hace falta mucha seguridad en uno mismo, y estar dispuesto a pagar el precio; sobre todo ahora, que esa murga del buen rollito, la integración y la pandilla guay del Paraguay sale en la tele y está de moda. Son otros tiempos, además: el estilo bajuno se impone en todas partes, y a tales padres corresponden tales hijos. Tampoco los profesores tienen los medios para mantener la disciplina, y este absurdo sistema educativo en que nos pudrimos lo pone más difícil todavía. Ahora, miras mal a un alumno y vas listo. Los pequeños cabroncetes se las saben todas. Y los padres son como el perro del hortelano: ni educan, ni dejan educar. Así que paso mucho, oye. Cada sociedad tiene lo que se gana a pulso.
Y una última reflexión. No sé ustedes, pero yo empiezo a estar harto de tanta lagrimita, tanto osito de peluche, tanta velita encendida y tanto cuento lagrimeante a toro pasado. Aquí todo lo arreglamos con póstumas mariconadas-otra metáfora, hoy estoy que las vendo-, manifestándonos de la mano compungidos y llorosos. Lo mismo después de tragedia de un instituto, que con una mujer asesinada por su marido, o con la víctima de un atentado terrorista. Perdónanos, Manolo, discúlpanos, Concha, excúsanos, Ceferino. Sabíamos y no hicimos nada, oímos y nos tapamos las orejas, vimos y nos tapamos los ojos, olimos y nos tapamos la nariz. Fuimos amigos, vecinos, profesores, jueces, concejales, alcaldes y no quisimos complicarnos la vida. Gobernamos y fuimos incapaces de prever. Snif. Nadie es perfecto. Así que lo siento mucho: pancarta, vela encendida al canto, ego me absolvo. Amén. Las lágrimas de cocodrilo siempre fueron baratas.”
II.-VOMITANDO EL YOGUR
“Me las cruzo en la misma esquina. Y son alumnas, me parece. De algo. Modelillos pedorras con aspiraciones. Van en grupitos, con bolsas en la mano, altas y flaquísimas, mirando el horizonte como si anduvieran por esa pasarela de modelos donde sueñan-las pobres gilipollas- con hacerse famosas y, lo que ya sería lo más de la fama y del glamour, ligarse a un millonetis o a un chulo italiano. Las veo pasar, digo, con menos carne que una bicicleta, tan esqueléticas que dan ganas de invitarlas a un “Pans and Company” que hay aquí cerca, en plan come algo, hija, por Dios, que tú te verás muy Esther Cañadas y muy fashion, o así, pero la verdad es que da lástima veros a la Cañadas y a ti. Que la penúltima que me encontré de ese calibre fue en África, y tenía un buitre cerca, esperando a que dejara de respirar para hacerse un bocata con sus pellejos.
Se creen atractivas, supongo. Se creen que están buenas que se rompen, las cretinas; o que, en ausencia de buenez, eso les da atractivo y las asemeja a la gente que sale en la tele y el cine y las revistas que nos meten por los morros.
Así va la cosa, y no sólo con las pavas, sino con tíos como castillos que andan vomitando el yogur, bulímicos perdidos, prisioneros todos de esa enfermedad que es mentira que sólo ataque a las niñas pijas y a los majaretas, sino que se extiende por todas partes, propaganda por la tele, el cine y la moda; y se contagian las madres que acaban de parir y se ven feas, y los que ahora sustituyen la iglesia por el gimnasio-no sé qué es peor-, y los que van a una tienda joven en busca de una talla 40 y les dicen no, mire, vaya a la sección de morsas adultas. Y así sucede que la señora del súper, ahora que llega el verano, se queje de que no vende más que pasteles de espinacas-en septiembre, comenta, vendrán ansiosos a atiborrarse de dulces-; y también ocurre que en estas fechas de ombligos al aire y cuerpos descremados con bífidos poliactivos, las radios y la tele y las revistas están llenas de irresponsables dietas de mierda que algunos imbéciles e imbécilas siguen a ojos cerrados, mientras florece, cual setas venenosas, una legión de medicuchos y charlatanes de feria que se forran estafando a la gente con consejos que deberían guardarse para la madre que los parió. Y así conseguimos, entre todos, que la joven adolescente cuyo cuerpo se redondea-lo que es una maravilla y un hermoso regalo de la vida-se avergüence y sufra y se odie a sí misma, y anhele ser como su compañera de pupitre, escuchimizada a base de engañarse, no comer y echar lo que traga en el cuarto de baño. Y conseguimos que el joven gordete, alegre, monitor voluntario de chavales pobres o abuelos solitarios, crea que su novia lo ha dejado por unos kilos de más o menos, y eso le amargue la vida, y lo destroce, y se arruine la salud negándose a comer y volviéndose un perfecto idiota acomplejado e infeliz. Todos esos, fíjense, también son crímenes que dañan, enferman y matan…”
III.-BAJA ESTOFA
“Hay días en que ya no aspiras en absoluto a que cambie el mundo-a estas alturas sabes que no hay más cera que la que arde-sino sólo a que este mundo te dé por saco lo menos posible.
Ayer fue uno de esos días de los que les hablo, y empezó precisamente con las mondas de naranja. Conducía rumbo al aparcamiento en el que dejo el coche cada vez que bajo a Madrid; y en plena calle Mayor se detuvo a mi lado un coche con un par de varones jóvenes. Pese a mis ventanillas cerradas pude oír el pumba-pumba de la música que llevaban a todo volumen. El que estaba más próximo a mí tenía el pie calzado con zapatilla de tenis sobre el salpicadero, pelaba una naranja y se comía los gajos, deshaciéndose de las mondas por el método más natural y espontáneo: dejarlas caer a la calle. Lo miré, me miró, se volvió un poco a su compañero como para comentarle qué estará mirando ese gilipollas, y siguió tirando como si tal cosa.
Aparqué en el subterráneo, unos metros más allá. Cerré el coche y me disponía a subir por la escalera cuando llegó una pareja, hombre y mujer, treintañeros ambos. Iban cogidos de la mano, vestían de forma razonable. Ella parecía, incluso, elegante. Les cedí el paso-nadie dijo nada, por supuesto-, y cuando subía detrás de ellos, el varón carraspeó para despejarse la garganta, se volvió de lado y escupió, justo en el peldaño donde yo me disponía a poner el pie, un gargajo de generosas dimensiones. Sorteé el lapo como pude. Salí a la calle y lo vi alejarse, satisfechos de la vida, moviendo ella el culo, encantada, supongo, de ir de la mano de aquel animal de bellota. Y es que, reflexioné, algunos tíos que vienen directo de la porqueriza lo traen escrito en la cara, pero el alma de las mujeres es insondable. Me equivocaba o eso era antes. Ahora el alma de las mujeres es sondabilísima. Por lo menos, el alma de la que estaba en la Plaza Mayor conversando con otra en voz muy alta. Le calculé cuarenta, de aspecto normal. Clase media. Hablaba con una ordinariez indescriptible; y acto seguido, para rematar, fue a sentarse al banco de piedra de una de las farolas, bien espatarrada, en una actitud bajuna que ni siquiera una furcia de barrio marinero se habría permitido hace diez años. Espero que no le dé ahora por rascarse el …, pensé. Sería demasiado para un solo día.
Y ahora viene la pregunta. Los porqués. O la reflexión. A esa chusma que cruzó por mi vida en el breve espacio de media hora no hay forma de prohibirles que salgan a la calle, naturalmente. Tienen derecho a frecuentar lugares públicos, ir al cine, entrar en restaurantes, viajar en metro o en autobús. Tienen derecho a vivir. Y no sólo eso, sino que el mundo gira cada vez más en torno a ellos, se adapta a sus gustos y costumbres. Ellos pagan con el dinero de su trabajo, ellos mandan, ellos educan; hasta el punto de que, poco a poco, ese ellos termina convirtiéndose en nosotros. Con nuestras mondas de naranja, y nuestros lapos y nuestros espatarre. Y en semejante panorama, mantener disciplinas actitudes exteriores que reflejen y apoyen una actitud moral distinta, no sólo es un acto anticuado, inútil, sino socialmente peligroso. Sitúa a quien lo ejercita en la mala coyuntura de pasar como un reaccionario, por un tiquismiquis gruñón. Por un antiguo y perfecto gilipollas. Y la lógica es aplastante: por qué no ser por fuera lo que somos por dentro. Por qué sacrificarnos con reglas incómodas, pudiendo estar cómodos y naturales. Por qué guardar las mondas de naranja en el bolsillo, si tenemos el suelo a mano. Por qué no hacer oír a los demás la música que nos encanta, o no sacar los pies por la ventanilla si de ese modo se ventilan. Por qué quitarnos la puta gorra de béisbol al entrar en un restaurante, si puesta en la cabeza no se nos olvida al salir. Por qué aguantarnos las ganas de escupir y despejar la garganta. Por qué sentarnos con las rodillas juntas si estamos más relajadas y frescas abiertas de piernas.
Somos así de absurdos. O de estúpidos. Siglos de esfuerzo intentando educar al ser humano, y describir ahora que maldita la falta que nos hace.”
IV.-POR TRES COCHINOS MINUTOS
“A ver si consigo que me leas con atención, Fulano o como te llames. Hace poco me mataste a un amigo. Y digo amigo porque lo era. De verdad. No le había visto la cara nunca, pero eso no importa. Lo era, repito. Leía mis libros, y también esta página cada semana. Tenía veintiocho años, era bien parecido, deportista, corría diez kilómetros cada día. Buena pinta, sano y fuerte. Además era un tipo sencillo, noble, derecho, con sentido del honor como los de antes, con palabra, apretón de manos franco, y todo eso. Con sentido del humor, además, lo que era un regalo, un don de la existencia para quienes estaban con él. Había aprendido a disfrutar de la vida con dignidad y decencia. Hay gente que vive noventa tacos de almanaque y nunca llega a ser tan sabia y lúcida como lo era él. Amaba el mar, como yo. Tenía una familia, una novia, unos amigos. Tenía una perra que ahora la busca con ojos tristes y leales, moviendo el rabo esperanzada cada vez que alguien roza la puerta. Tenía un futuro. Si tú se lo hubieses permitido, habría llegado a ser un tipo de esos que hacen el mundo soportable en vez de una cloaca sucia y oscura, a merced de irresponsables como tú.
También tenía una moto, aunque no era uno de los que van haciendo el cimbel como suicidas prematuros. Aquella mañana circulaba despacio, cerca de la playa, con el casco puesto y guardando las precauciones adecuadas. Y ése fue el momento que elegiste, maldita sea tu estampa, para salir desde la gasolinera a toda velocidad, saltándote tres carriles antes de girar en dirección prohibida, a fin de ahorrarte los cien metros hasta el siguiente cambio de sentido. Llevabas a tu mujer y a tu hijo en el coche, y aun así hiciste esa pirula. Te jugaste su vida y la de ellos por ganar tres minutos, y arrancaste de cuajo la de otro. Le diste de lleno, clac. Moto y motorista a tomar por saco. Doce días en coma, luchando entre la vida y la muerte. Y luego, ya sabes. Como esos aparatitos de las películas: la línea recta en el monitor. Piiiii. Pero no era una película, sino la vida de un joven lleno de esperanzas y sueños. Por usar un lenguaje de cine y que lo entiendas, cretino: cuando matas a alguien le quitas todo lo que tiene y todo lo que podría llegar a tener.
Por supuesto, ahora estás en la calle, tan campante. Los miserables como tú no van a la cárcel. Ignoro exactamente qué te cayó, si es que fue algo además de tres meses sin permiso de conducir. Si la gentuza de tu calaña fuera al talego cada vez que despacha a alguien, las cárceles iban a parecer el camarote de los hermanos Marx. No hay más que veros al volante, inconscientes, letales, a toda leche, creyéndoos inmortales. Seguros, como fue tu caso, de que si alguien la palma, será otro. Así que imagino que a estas alturas ya estarás conduciendo de nuevo, como si nada. Los jueces son tan comprensivos en esto, por lo general; y en cierta forma toco madera, porque la vida da muchas vueltas y nunca se sabe. Ignoro si un día seré yo quien tenga que verse ante un juez. Pero tales son las contradicciones de la vida. Además, lo mío son sólo hipótesis: no suelo ahorrarme esos cien metros hasta el cambio de sentido, ni me salto los carriles de tres en tres, ni circulo como un majara. Lo tuyo es una realidad: estoy hablando de ti y de tu caso. No tengo toda la información, pero sí la sospecha de que, en vez de prohibirte conducir durante el resto de tu vida, o mandarte a trabajar, por ejemplo, al hospital de tetrapléjicos de Toledo, ayudando a gente a los que otros como tú jodieron la vida, supongo que la Justicia, benévola, habrá permitido que te redimas con el pago de una multa. Es lo que suele. Y ahora ni remordimientos tienes, ¿verdad? Parece mentira la capacidad de supervivencia y egoísmo del ser humano. Cómo nos convencemos a nosotros mismos de que la mala suerte, el destino, etc, tuvieron la culpa. Al final siempre resultamos asquerosamente inocentes. De todo. Y quién te ha visto y quién te ve. Quién reconocería ahora en ti al doloroso mierdecilla que se justifica ante los guardias, desolado, frente al cuerpo tirado en el suelo, aquel día de la gasolinera. Pasa el tiempo, y nos justificamos y si los dolores propios terminan diluyéndose en el recuerdo, para qué decir de los dolores ajenos.
Por eso escribo hoy esta página. Para recordártelo. Para contar que me arrebataste un amigo al que nunca llegué a conocer. Para decirte que ojalá revientes. Cabrón.”

1 comentario:

  1. /aplauso /aplauso ¡clap clap clap clap! Sublime ( y no uso esa palabra a la ligera)

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